“Monn River”
Por David Breijo
Como hemos mencionado en algún otro de estos posts, en ocasiones las fronteras del jazz se vuelven difusas. Como una voz subiendo desde el patio de luces de un edificio.
La retórica del Jazz se ha ido engordando desde hace décadas con un elitismo que no siempre es cierto. Que no ha de ser cierto. Si el Pop es un regaliz que acometes a mordiscos, un blando caramelo de pica-pica que estalla en tu boca y te adormece la lengua para que los besos sepan mejor, el Jazz es un caramelo de piedra que hay que chupar, lamer, rotándolo en el paladar, que se oculta en tus encías, que juegas a quebrar cuando sientes que ya lo has maleado bastante y que, en contadas ocasiones, puede devolverte el golpe partiéndote un diente. En una edulcorada frontera extrema, el Pop es “Sugar, Sugar” de The Archies: un grupo que nunca existió, que eran las voces incorporadas a unos dibujos animados. El Jazz, en cambio, es para muchos lo de aquel lema entre Star Trek y la campaña a la Presidencia norteamericana de Kennedy: “A new frontier”, una nueva frontera.
Las bandas sonoras son omnívoras y probablemente no hay movimiento musical que no haya probado suerte con el llamado 7º Arte. La obra extensa y popular de Henry Mancini ha sido muchas veces vilipendiada. Hubo tiempos en lo que los más serios críticos clasificaban su música como “acompañamiento de ascensor o de sala de espera de dentista”. Mancini se forjó en el horno del jazz blanco, elegante. Junto a Glenn Miller entre otros. Y amando los orígenes de esa música pretendía abrazar —y vender discos, algo en lo que Mancini fue exitoso— a ingentes cantidades de consumidores de etnia blanca que se deleitaban con sus melodías mientras tomaban, a sorbitos, martinis helados.
El Jazz ha sabido, en incontables ocasiones, apoderarse de un tema musical de una banda sonora. Su origen bien pudiera ser pop. O sea, popularizado, adornadas sus plumas con multiventas, multiversiones y ocasionales óscars. Y el Jazz logra readaptarlo, manipular su código genético y lograr que una canción que bien pudiera ser lánguida adopte variaciones según los dones de los diversos solistas que la acometan.
Claro que “Moon River” se ha escuchado en su concepción primigenia en ascensores y antesalas del dolor dental. Se ha cantado en incalculables voces, muchas de ellas tan melosas que te podrían suministrar un coma diabético. Por algo es una de las canciones más versionadas de la Historia, junto con “Yesterday” o “Navidades Blancas”. Pero aún quedan vías por explorar.
No cabe reproche, por exquisito que quieras ponerte, en que Duke Ellington echara mano al exitoso tema de Henry Mancini. Aunque te parezca que Audrey no es tu tipo de mujer o que la elegancia del director Blake Edwards es de otro tiempo… E incluso si eres conocedor que Truman Capote, autor de la novelita que inspiró el film, odiaba la adaptación. Y odiaba a la estilizada Audrey porque diseñó la historia con su carnal amiga Marilyn Monroe en mente, la antítesis de Mrs. Hepburn… Aunque sepas todo esto, que no son más que meras frivolidades, las ondas ellingtonianas tienen vida propia.
Henry Mancini y el gran letrista Johnny Mercer quizá intentaron en esta creación llevar la contraria a Scott Fitzgerald, el escritor que estimó —incluso en carne propia— que no hay segundos actos en las vidas norteamericanas. Fitzgerald cierra de este modo “El Gran Gatsby”: “así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.” “Moon River” intenta navegar en pro de la corriente. Un dejarse llevar. Su espíritu es melancólico. Una melancolía con proyección a futuro. Ni nunca nos bañamos dos veces en el mismo río, ni viajamos por el mismo cauce. La canción nos habla con un rescoldo de esperanza de aquello que queremos hacer con nuestra vida: viajarla, sin rumbo preestablecido, en buena compañía. Hay tanto mundo por ver. Y lo haremos. Vaya si lo haremos. Persiguiendo el mismo arco iris que siempre está tras la próxima curva. Mientras lo cantes, te lo crees.