Jazz y Más… «No te mereces la música de Cole Porter»

Jazz y Más… «No te mereces la música de Cole Porter»

“No te mereces la música de Cole Porter” 

        Por David Breijo

Permanecen activos dos veteranos directores e intérpretes norteamericanos que han manifestado públicamente su longeva afición al Jazz, así como su frecuente uso en sus respectivos films: Clint Eastwood y Woody Allen. Ambos ya están en el panteón en el que te encierra la edad y cada nuevo film es, ante todo, un milagro contra el Tiempo y la Parca.

Eastwood, en una parte del espectro político conservador, ha tenido un uso más ecléctico de los géneros musicales y junto al Jazz ha acompasado sus imágenes con el Country e incluso intrascendentes flirteos con el Pop. Allen, en un punto opuesto del arco ideológico, se ha ceñido más al Jazz, adornando con él  —incluso a contracorriente—  sus films, abrigándolos con una música que nació en otras décadas y que habitan los ríos de la nostalgia en la mente del célebre director neoyorquino.

Ambos han caído también en el gusto de interpretarlo ellos mismos: es sabido que Allen frecuenta escenarios y hace giras con el tirón de su nombre, aunque él mismo no se reconoce como un virtuoso del clarinete, su instrumento principal.

Estos autores luchan ahora, además de contra el Tiempo, contra zonas impermeables en algunas mentes de las generaciones más jóvenes. Eastwood por su sesgo ideológico y Allen por algo más desagradable: una de sus ex esposas, la actriz Mia Farrow, mantiene una cruzada contra él acusándole de atrocidades que jamás se han probado ni a las que ningún juez ha otorgado carta de validez. Aun así, ha tenido el efecto de acelerar el deterioro comercial de su carrera.

El cine de Allen tuvo unos años de cierta mayoritaria aceptación en Europa desde la década de los 70 hasta finales de los 90. Mucho más que en los Estados Unidos donde, a pesar de aquella mítica portada de la Revista Time “Woody Allen ¿genio cómico?”, ha sido un autor encerrado en una burbuja de élite neoyorquina. Desde ella, Allen miraba al viejo Continente queriendo ser como Ingmar Bergman, Jean Luc Godard y Federico Fellini, en la pretensión de que el Cine trascendiera la mera distracción e irrumpiera en el terreno del Arte.

El Jazz norteamericano y sus jazzmen también habían mirado, tras el final de la II Guerra Mundial, hacia Europa. Hacia Francia, principalmente, así como a algunos países nórdicos: Miles Davis, Dexter Gordon, Bud Powell, Coleman Hawkins, Eric Dolphy, Lester Young y el menos colorido Chet Baker, encabezaron una larga nómina de músicos que decidieron refugiarse allí en busca de un espíritu de libertad más accesible del que podían permitirse en Estados Unidos. Tan favorable era el clima, que el primer festival internacional de Jazz tuvo lugar en Niza en 1948, si bien las primeras ondas de este género llegaron a Francia con los batallones afroamericanos de la I Guerra Mundial y ya en 1936 se nombró presidente honorario al gran Louis Armstrong.

Pero volvamos a nuestro por entonces joven y divertido  —aunque en ocasiones snob—  director de cine, allá por los 70, tras haber triunfado como comediante en clubs y shows de televisión y haber saltado al cine como guionista y actor cómico. Es difícil olvidarle en la paródica “Casino Royale” (1967) como un villano a lo James Bond, armado con su terrible plan consistente en eliminar a todo varón más alto de 1’65, excepto a él, para poder disfrutar con escasa competencia de todas las bellezas femeninas.

Allen ha creado él mismo casi todas sus bandas sonoras. No queremos decir que las haya compuesto, sino que como hoy hace tantas veces Quentin Tarantino, se ha dedicado a buscar en su inmenso conocimiento musical, en esa enciclopedia jazzística y clásica que tiene en su cabeza, y ha encajado piezas ajenas en historias propias. La primera vez que aquello funcionó al 100% fue en “Manhattan”. Tras el pelotazo crítico y los Oscars obtenidos con la previa “Annie Hall”, la historia de amor entre un Allen frisando los 40 y la por-poco-en-edad-legal nieta de Ernest Hemingway, la bellísima Mariel, se adornó mayoritariamente con piezas de Gershwin. La otra parte de la historia de Amor transcurría entre su personaje prototípico de urbanita emocionalmente estresado y la ciudad Nueva York.

En años siguientes, títulos que afianzaron esa calidad de Woody Allen que algunos ponen ahora sorprendentemente en duda, eran regados con temas antológicos: “La Rosa Púrpura de El Cairo”, “Balas Sobre Broadway” o “Acordes y Desacuerdos”, que ya supone una mirada directa al mundo del Jazz, con un personaje inspirado en Django Reinhardt, si bien éste mismo aparece como secundario en la trama.

Mención aparte merece “Días de Radio”, unos de sus films más nostálgicos  —su “Amarcord”, podríamos decir—  y que, a modo de anécdota, es el único film de Allen en su etapa clásica en la que consta una escena de desnudo. Supone el cénit de la omnipresencia musical en la que la infancia del niño Allen se vio sumergida, como atestigua su reciente autobiografía “A propósito de nada”.

Y por supuesto estaría “Todos dicen I Love you”, directamente un musical de inspiración clásica en la que logró que un importante reparto osara cantar y bailar temas del libreto popular americano, algo que recuerda a cuando Mankiewicz hizo cantar a Marlon Brando en el musical “Ellos y Ellas” y que algunos cinéfilos aún lamentan.

Pero otros aún nos emocionamos con “Hannah y sus hermanas” por innumerables motivos, entre ellos esa frase que uno debería decirle a su pareja cuando se da cuenta de que la relación no va a ninguna parte: “no mereces escuchar a Cole Porter”.

Estas películas van de 1979 al 1999 y para mí encierran lo mejor del cine de Woody Allen, como si el cambio de siglo le hubiera supuesto una condena a repetirse y a lograr aciertos meramente parciales. Él mismo se empeña en mostrarse como un hombre del siglo XX y no seré yo quien critique al que escoja sentirse parte de otro tiempo o incluso de otro lugar. Aunque Allen retorna a su hábitat natural neoyorquino, parece condenado a buscar en la vieja Europa y en bolsillos de magnates que crecieron con sus films el apoyo que escasea para él en USA. En España sabemos bastante de ello ya que Barcelona, San Sebastián y zonas de Asturias han sido plató de este judío semierrante que busca cuarteles de Invierno para rodar.

El cineasta Woody Allen (existe el escritor Woody Allen) nos ha dejado un puñado de obras maestras sobre la crisis de la media edad en el varón y en las parejas urbanas, la culpa, el sexo, la fidelidad, el intelecto como salvavidas contra esta vida tan absurda a veces, el sexo, la nostalgia, la desconexión con tu propia era, el sexo… Nos ha dejado también un en ocasiones cargante desprecio por el lado industrial del Hollywood clásico, que ha gustado de manifestar en su ausencia de las entregas de Oscars, cuyas veladas prefirió pasar tocando en locales de jazz y guardando las estatuillas en el lavabo, según la leyenda. Pero nunca ha negado su amor por el Hollywood que nos regaló los musicales de Fred Astaire y las mejores comedias de los Hermanos Marx.

Estando la vida para Allen más cerca del final que del principio, nos queda agarrarnos a su monólogo final de “Manhattan” en el que enumera aquellos motivos  Jazz incluído—  por los que vale la pena vivir. Curiosamente, entre ellos menciona a Frank Sinatra. No deja de ser una ironía que hayan acabado con una ex-esposa en común. Si bien, de Frankie siempre se ha dicho que logró llevarse bien con sus mujeres tras los divorcios. Con Mia Farrow se llevó tan bien que, cuentan, se ofreció a enviar a un par de amigos de acento italiano a romper las piernas de Woody. El Amor es así de raro, qué cojones.