“El Señor de los Anillos”
Por David Breijo
Hay una añeja viñeta en la que vemos a dos ovejas en un campo. Una mastica un rollo de celuloide, de una película, que se ha encontrado. La otra le inquiere:
– ¿Te ha gustado el film?
– ¡Pché, me gustó más el libro!
Es un muy viejo chiste que suele usarse para ilustrar la supuesta superioridad cultural de los refinados críticos, a los que se supone siempre voraces devoradores de las distintas Artes y que siempre escogerán a la elevada Literatura frente al más popular oficio (o Arte ocasional) del Cine.
Pero es un chiste multiuso. Bien puede referirse a la actitud de los fans de cualquier libro de vasto alcance popular o de una reputación tan absoluta o indiscutible que no podría tolerar que alguien dijera que prefiere la versión rodada a la escrita de casi cualquier texto.
Hay límites, claro. Por muy buena que sea una adaptación de “El Quijote”, nadie defenderá su mayor valía frente al clásico literario. En cambio, obras populares, best sellers como “El Padrino” de Mario Puzo o “Tiburón” de Peter Benchley, sí pueden aceptarse como textos menores ante el resultado final de los dos magistrales films que surgieron de sus respectivas adaptaciones.
El compositor Howard Shore, un veterano del negocio con una gran filmografía a sus espaldas, fue el escogido para musicar una de las más osadas aventuras de producción cinematográfica una vez iniciado el S. XXI: “El Señor de los Anillos” (2001). La elección de Shore fue discutida en foros en los que se defendía que el merecimiento de llevar a cabo una composición que apuntaba a la épica y al romanticismo de unas eras mitológicas, debería estar en manos del eterno John Williams, por ejemplo. Howard Shore se había hecho un gran nombre por su parte en el retrato de tramas ominosas, amenazantes e inquietantes, como se vio en gran parte de la filmografía del tenebroso David Cronenberg o en su ejemplar colaboración en “El Silencio de los Corderos”. No suele recordarse tanto de Shore que fue el compositor de cabecera de un clásico del humor agresivo para televisión: el mítico show del Saturday Night Live. En esta ocasión el músico demostró que sabía estar a la altura de la épica, sí. Pero también de los momentos intimistas, nostálgicos, de pérdida y dolor. Y demostró que supo crear una música para mundos que solo existieron en la fértil imaginación de un novelista. En una Tierra de contornos inexistentes desde hace eones y a la que supo adornar basándose en tonadas de inspiración celta, especialmente para los momentos en los que predominan los pueblos élficos y hobbits.
El Señor de los Anillos es uno de esos casos en los que los lectores son más que eso: son legión. Legión de conocedores, de escrutadores, de críticos, de conspicuos protectores de un legado al que hay que acercarse con exigencia. La obra magna de J. R. R. Tolkien retrataba algo más que mera ficción. Tolkien es uno de esos autores que -como Lovecraft- crea universos nuevos, reglas, entidades y leyes universales de nuevo cuño. El autor es su propio dios y creara (en más de siete días, eso sí) un universo generado de fantasía épica, más allá del concepto de la Literatura de magia y Espada, algo que tampoco es menor.
Es un dato popular que Tolkien comenzó a redactar su obra, “El Hobbit”, casi como divertimento para sus hijos. Tolkien era un hombre familiar, de fe católica y que, en gran medida por la insistencia de su amigo y colega literato -así como correligionario en la fe- C. S. Lewis, le convenció para editarlo como libro. Los eruditos buscan con fruición elementos en la biografía de Tolkien que se reflejen en pasajes de su obra. Por ejemplo, que tras su paso por las duras experiencias en las trincheras en la I Guerra Mundial puedan hallarse concomitancias de la hermandad entre un grupo de amigos; que la fraternidad en el combate y el haber regado los campos de batalla con la sangre en pos de lo que asumes como un noble fin o ideal, estén retratados entre las líneas de sus escritos, lejos del cinismo que el comprensible espíritu antibelicista, creciente en un S.XX lleno de choques bélicos, fue alimentando. Una idea por la que vale recitar como hermanos en la lucha, aquello de “cuenta con mi espada-cuenta con mi arco- cuenta con mi hacha.”
El osado director que llevó a sus espaldas este magno esfuerzo fue Peter Jackson. Y esto resultó para los cinéfilos algo un tanto chocante. El hoy casi sesentón neozelandés, era por aquel entonces todavía en el imaginario cinéfilo internacional, un enfant terrible, un director gamberro que se había estrenado con un largometraje casi amateur lleno de gore y mal gusto. Tan así, que ese era su título original: “Bad Taste”; de ahí pasó a cachondearse con unas obscenas marionetas que parecían los primos degenerados de los Teleñecos, en “El Delirante Mundo de Los Feebles” y había proseguido su carrera con ese mítico título zombi “Braindead”, que algún distribuidor español tuvo la genial idea de retitular “Tu madre se ha comido a mi perro”. No parecía el curriculum más adecuado para la asombrosa inversión de tiempo y dinero que este proyecto necesitaría. Pero la Historia del Cine guarda estas sorpresas y la pasión por la Fantasía está indudablemente presente en un cineasta tan gamberro.
Peter Jackson y la productora Miramax (sí, la de Harvey Weinstein), lograron desde esta película, instaurar a Nueva Zelanda como el más grande plató cinematográfico del mundo y le ha traído los beneficios de un gran retorno en bienes turísticos. Desconozco si en esas latitudes se lleva lo de hacer “hijos predilectos”. Pero Jackson, sin duda, lo merece.
Otro valor de producción a destacar de la trilogía de “El Señor de los Anillos” fue el creciente poder de los departamentos de CGI, o sea de postproducción de los films, de efectos digitales. Se trata de efectos especiales generados por ordenador y que logran hacer real ante nuestros ojos las más asombrosas fantasías. Conste, eso ya se hacía en el Cine. Desde siempre. Desde los primeros trucos de Mélies y su viaje a la luna. No hay cine sin trucos visuales. Y, con cierta tristeza para algunos, la potencia de los CGI, su indiscutible hegemonía en sagas como esta o en los omnipresentes films de superhéroes está logrando que las artes y los oficiantes de técnicas centenarias como el maquillaje de efectos, la creación de maquetas y miniaturas y los efectos especiales prácticos, desaparezcan paulatinamente. En unos años, con toda seguridad, no quedará casi nadie que sepa llevar a cabo estas técnicas que nos han admirado por décadas.
Quejas nostálgicas aparte, la trilogía fue todo un éxito y las legiones de fans, lejos de enfadarse (excepto los más puristas) se engrosaron y la literatura tolkeniana se reavivó. Hoy ya es más cultura popular que nunca ese mundo poblado de hobbits, orcos, trolls, hadas, magos y guerreros, escrutados todos por el Ojo de Sauron. Por cierto, fíjense en los Jinetes Oscuros, esos antiguos caballeros ni vivos ni muertos, que galopan tras el héroe Frodo. Galopan, sí. Al ralentí. El gamberro Jackson, experto en cine de terror barato y gore conoce sin duda la internacionalmente exitosa tetralogía de Los Caballeros Templarios filmada por el coruñés Amando de Ossorio a comienzos de los años 70.
Por cierto, no fue esta la primera vez que se llevó “El Señor de los Anillos” al cine. EL maestro del cine de animación Ralph Bakshi, para muchos un Disney underground, lo hizo en 1978. Bueno, vale, fue en “dibujos animados” y solo cubre una parte del libro. Pero si logran verla, puede que se lleven un par de sorpresas y que deduzcan que Peter Jackson la visionó un par de veces mientras soñaba con llevar a imagen real el universo de Tolkien.