Max Steiner y aquellos gloriosos vientos
Por David Breijo
Una de las anécdotas más repetidas de la Historia del Cine trata de la temperamental Bette Davis en la cumbre de su carrera, en los primeros años de la década de los 40. E involucra también al director William Wyler, un hombre en lo alto de la pirámide de la reputación, dónde se mantendría por muchos años con títulos como “Ben-Hur” u “Horizontes de Grandeza”. Aparte de estos logros, Wyler rozó otro: ser uno de los varios esposos de Mrs. Davis. No llegó a suceder, pero esa es otra historia. Y hay un tercer involucrado en esta anécdota —las anécdotas son los eslabones que mantienen juntos a los genes de la Historia— que transcurre, como muchas buenas narraciones, en una escalera.
“— Cuando yo diga “acción”, señora Davis, suba con brío.”
Hollywood era un lugar elegante, entonces. Y aunque fueras el amante de tu estrella, en público la tratabas de “señora”.
“— Pero dígame, Mr. Wyler… ¿voy a subir yo la escalera o lo hará Max Steiner en mi lugar?”
Bette Davis hacía referencia así a la música omnipresente y subrayadora, enfatizante y arrebatadora del precoz talento melódico nacido en Viena en las postrimerías del siglo XIX. En el momento en que era invocado por la actriz, Max Steiner era el compositor más popular y reputado del cine norteamericano. Y el más prolífico de entre los autores de producciones de primer orden.
La diva sospechaba que, por mucho énfasis que pusiera en triscar los peldaños, las notas —para muchos machacantes y redundantes— de Steiner se impondrían a su interpretación. Y lo harían a la manera en que hoy subrayamos con rotulador fosforito las brillantes líneas de un pensador, como si éste necesitara de nuestro empeño enfatizador.
Pero a pesar de ese juicio suspicaz que aún hoy despierta el nombre de Max Steiner, no cabe duda de por qué ocupó el puesto más alto de la cadena trófica de compositores cinematográficos: Perteneció a una temprana oleada de músicos europeos que emigraron a Hollywood, incluso mucho antes de que el ambiente empezara a enrarecerse bajo la férula del señor con bigote que gritaba. Max, tras un periplo europeo que le llevó de Viena a Londres, viajó a Estados Unidos cuando eclosionó la I Guerra Mundial, logrando el triunfo en Broadway como arreglista y compositor. Pero la Meca del Cine norteamericano siempre ha sido un vórtice, una esponja que ha absorbido a los grandes talentos y a Steiner le fue ofrecido un fichaje que no pudo rechazar.
A punto de arrancar la década de los 30 y con el cine sonoro a toda mecha, Max compuso música incidental para varios films en distintas compañías. En muchos, ni siquiera consta su nombre en créditos, incluyendo “Cimarrón” (1931), el único western hasta “Sin Perdón” bendecido con el Oscar a Mejor Película. Vale, ya sé que está “Lo que el viento se llevó”, esa película llena de escaleras, pero cuesta verla como un western. En la RKO, una de las majors (grandes compañías), se hizo cargo, entre su alto volumen de trabajo habitual, de la banda sonora de un par de clásicos del cine Fantástico para un mismo productor y director: “El Malvado Zaroff” (1932), una película que ha sido rehecha innumerables veces, y “King Kong” (1933). Ambas son obras maestras que combinan una mezcla gloriosa de cine de Aventuras y Fantasía.
La música de Steiner adornaba con señorío clasicista el género Bélico, el Terror, el Western… Tenía competidores tan sobresalientes como él: Victor Young, Dimitri Tiomkin o el gran Miklos Rozsa, quién injurió a Steiner diciendo que componía su música para los ciegos, para sobredramatizar. Lo que tenía Max Steiner a su favor era una voluntad de trabajo y una capacidad brutal. Si nos atenemos a los listados de la IMDB, el vienés tiene acreditados como compositor 241 títulos; Young, se le aproxima numéricamente con 216 y su vida fue breve, aunque parece compartir su actitud destajista ante el trabajo; Tiomkin se contenta con “solo” 127, y su crítico Rozsa, 96.
Mientras se llevaba a cabo la producción de la que para muchos es su obra cumbre, “Lo que el viento se llevó”, film que consta de unos 300 cortes musicales, a la vez estaba trabajando en otros proyectos, llegando a firmar en ese año doce (¡12!) bandas sonoras.
Asentado en la major Warner Brothers, su nombre asignado a un proyecto equivalía a un sello de calidad y visto bueno de los jefes de producción. En la perfectamente engrasada maquinaria de hacer películas de la Warner, aún con el halo de ser el estudio de cine más proletario de entre los grandes gracias a la cara social del género de cine negro que también musicó, sus notas llevaban en brazos (y en ocasiones escaleras arriba) a estrellas consagradas como la citada Bette Davis, Errol Flynn o Humphrey Bogart.
Max Steiner puede muy bien ser el canon del compositor clásico que aportó la influencia de la música romántica del s. XIX. Una línea vital en las bandas sonoras sinfónicas que perdura hasta John Williams, quizá el Max Steiner de nuestra era, dicho sea con trazo —lo admito— muy grueso. Quizá otra cosa, una evolución en sus 50 años de carrera, no fuera algo esperable en alguien que había cursado estudios bajo Gustav Mahler. Las renovaciones y puestas al día en el Arte de la Banda Sonora fueron llegando de manos de los entonces jóvenes autores que hoy también tenemos por clásicos indiscutibles, pero venían abiertos a otros sonidos urbanos: el jazz y su influencia en Elmer Bernstein o Henry Mancini. E incluso los aromas de un melodioso pop como John Barry. Y eso sin pasar la barrera mental de la década de los 60, cuyo cierre marca el mitológico fin de todo rastro de cine clásico mientras acoge la renovadora década de los 70.
Pero todo esto ya es Historia y cada vez más lejana. En la lápida de Max Steiner constan dos títulos emblemáticos, para indicar incluso al más iletrado (¿inmusicado?) visitante, quién yace ante él hecho cenizas: “Lo que el Viento se Llevó” y “Casablanca”. Él impulsó esas y otras arrebatadoras notas. Max podía llevarte escaleras arriba o escaleras abajo. Si te lo encontrabas en una escalera, solo había una cosa cierta: Max Steiner era vienés, no gallego.